El primer astronauta en descender del Apolo XI dio el gran paso para la Humanidad sin saber muy bien dónde poner su pie. “Esto es una magnífica desolación”, describió su compañero. El hombre estaba en la Luna. Ese objeto del deseo por millones de años perdía para siempre el misterio que lo había acompañado.
Los técnicos de la NASA habían demostrado tener casi a punto todas las piezas del rompecabezas para la misión que le habían encomendado. El alunizaje, para ellos, se hallaba a sólo unos meses, mientras que los soviéticos no habían podido poner su N-1 en órbita. La NASA, con mucha menos presión, podía armar su plan de vuelo para 1969. En marzo, el primer módulo lunar estaría listo y podría ser probado en el espacio con el Apolo-9. Iba a ser un ensayo fundamental antes de que tuviera que ser usado en la Luna. El Apolo-10 llegaría al planeta celeste, pero sin alunizaje, y todo quedaría listo para el vuelo histórico del Apolo-11.
Los soviéticos entendieron que ya no podrían lograr el mismo objetivo en ese lapso de tiempo y comenzaron a buscar alguna alternativa para no dejar que los estadounidenses se quedaran con toda la gloria. Pensaron que, si bien no iban a llegar con cosmonautas, tal vez podrían hacerlo con una nave que lograra extraer muestras de las rocas lunares y las trajera a la Tierra antes de que los americanos pusieran un pie en la polvorienta superficie. Pero el impulso que mantenían los ingenieros y técnicos estadounidenses los llevó a ganar esta segunda etapa de la carrera. La primera, había sido de los soviéticos. Ahora, los Apolo iban y volvían del espacio como si se tratara de un vuelo entre New York y Washington. Las versiones 9 y 10 cumplieron su misión de despejarle el camino a la misión número once que sería la que pasaría a la historia por llevar por primera vez al hombre a pisar otro planeta.
El 16 de Julio de 1969, a las 15 horas y 32 minutos, se lanzó desde Cabo Kennedy la misión Apolo 11. Como estaba previsto, se utilizó el Saturno V, un gigantesco cohete de más de 100 metros de altura, siete veces más potente que el que había sacado a Gagarin fuera de la atmósfera terrestre, con la nave Apolo acoplada. Los astronautas a bordo eran Neil Armstrong, comandante de la misión; Michael «Mick» Collins, piloto del Módulo de Mando y Edwin «Buzz» Aldrin, piloto del Módulo Lunar. Fue un despegue y un viaje hasta la Luna sin mayores complicaciones, con velocidades que alcanzaron los 45.000 kilómetros por hora. Ese tramo de la misión había sido practicado ya decenas de veces y la NASA controlaba hasta el último detalle del funcionamiento de la nave. Finalmente, entraron en la atmósfera lunar y pasaron por la cara oculta sin tener conexión con la Tierra por casi media hora. Collins se quedó al mando de la Apolo y Armstrong y Aldrin pasaron al módulo lunar The Eagle (El Águila). A las 102 horas y 40 minutos del despegue, estaban listos para alunizar.
El descenso del Eagle fue dramático y tenso. Fueron 12 minutos de angustia hasta que se posó en la superficie polvorosa. Aunque Armstrong y Aldrin habían practicado hasta el hartazgo en el simulador de vuelo, no siempre tuvieron éxito en el alunizaje. Había que aterrizar en tres minutos con el combustible justo y a una velocidad muy controlada. Al acercarse a la superficie, los astronautas se dieron cuenta de que la zona elegida por el piloto automático del Eagle para el alunizaje era una pendiente de un cráter lunar con rocas enormes. «Eran tan grandes como un auto», diría Armstrong a su regreso. «La computadora nos mostró donde pretendía aterrizar, a un costado de un enorme cráter de unos 100 o 150 metros de diámetro con pendientes muy pronunciadas cubiertas de grandes rocas; realmente un pésimo lugar para aterrizar», explicó. Esas rocas no se habían visto en las fotos sacadas por las naves no tripuladas con las que se cartografió la superficie. Habían captado rocas de hasta 15 metros, pero no las menores a ese tamaño que hubieran puesto en serio riesgo la misión en caso de aterrizar en el punto elegido.
Siete minutos después de iniciar la secuencia de descenso y a una altura aproximada de seis kilómetros de la superficie, Neil Armstrong introdujo en el ordenador el programa número 64, el empuje del motor descendió hasta un 57% y el módulo lunar se situó en forma horizontal respecto a la superficie de la Luna. El radar de aterrizaje comenzó a recibir señales y Buzz Aldrin dejó abierto el canal de comunicación. En caso de que hubiera que abortar la misión, el estaría en contacto permanente con Mike Collins. Apareció entonces un problema de sobrecarga de información en la computadora. El radar de descenso y el de encuentro aportaban datos simultáneos en una combinación que no estaba prevista. Decidieron seguir adelante. Ya estaban a menos de veinte kilómetros del sitio donde iban a alunizar. Collins advirtió a sus compañeros de que el módulo estaba yendo a más velocidad de la programada. No lograba desacelerar al Eagle y se estaban pasando del lugar donde deberían descender. Armstrong desconectó el programa 64 e introdujo el 66, donde el control automático mantiene el empuje del motor, pero deja en manos de la tripulación el movimiento de traslación lateral. Logró cambiar la trayectoria, aunque ya se le estaba acabando el combustible previsto para el alunizaje. Si utilizaba un litro de más no lograrían regresar a la nave. El comandante decidió cambiar el promedio de descenso sabiendo que eso consumía más combustible. Armstrong modificó el rumbo, sobrevoló la zona y deslizó el Módulo muy cerca de la superficie buscando el mejor lugar para el alunizaje mientras Aldrin le iba leyendo en voz alta los datos de altitud y velocidad. El tiempo y el combustible se agotaban. Divisaron una planicie desértica y sobrevolaron unos segundos más mientras disminuían la velocidad. El Eagle recorrió el último metro en una suave caída gracias a la débil gravedad lunar y Neil Armstrong logró aterrizarlo como si fuera un helicóptero en un portaviones. Con menos de 30 segundos de combustible se produjo el contacto con la Luna y el comandante transmitió la novedad a la base de control de la Tierra, en Texas: «20«. El terreno resiste bien el peso del aparato y todos los sistemas funcionan. En Houston son las 15:17 del 20 de julio de 1969. Estalla un aplauso cerrado, gritos y llantos entre los técnicos.
Michael Collins era en ese momento el hombre más solitario del universo. Tres mil millones de personas estaban pendientes de lo que sucedía desde la Tierra. Y otras dos muy pronto estarían absortos ante la soledad lunar. En unos minutos comenzaría la transmisión televisiva en vivo y lo veríamos en todo el mundo en un blanco y negro bastante borroso. Todos queríamos adivinar cada detalle de lo que sucedía en ese planeta que tanta curiosidad le había creado al hombre por millones de años. Muchos siguen hoy sin creer que esas imágenes fueran reales. Piensan que se trató apenas una maniobra de la CIA. Otros, siguen buscando seres extraterrestres sin que hubiera ni la más mínima evidencia científica de que habitaran la Luna. «Esto es una magnífica desolación», diría poco después Aldrin.
El plan era permanecer en la Luna menos de 24 horas. Los astronautas debían dormir cuatro horas antes de salir a la superficie, pero apenas descansaron unos minutos después de desactivar los motores. Pidieron a Houston salir del Eagle antes de lo previsto. Armstrong abrió la escotilla mientras Aldrin cuidaba que la mochila y la escafandra no quedaran trabadas. Ya en el exterior, Armstrong se puso de pie en la pequeña plataforma emplazada frente a la escotilla. La vista era extraordinaria. Enganchó una polea con una cuerda que después serviría para subir las muestras de rocas y comenzó a descender. La escalera tenía apenas nueve peldaños y estaba construida en una aleación muy liviana. En la Tierra, no hubiera soportado los 170 kilos que pesaba el comandante con su traje, pero en la Luna con un sexto de gravedad no hubo ningún problema. Cuando llegó al último peldaño, Armstrong abrió una caja de herramientas que estaba ubicada en la parte posterior externa y apareció la cámara de televisión que enfocaba hacia la escalera y dejaba ver al astronauta y su entorno lunar. Tras unos segundos de interferencias, los monitores de Houston y las pantallas de todo el mundo mostraron la imagen del primer hombre que iba a pisar la Luna. Transcurrieron diecisiete interminables minutos desde que Armstrong iniciara su salida por la angosta escotilla hasta que puso el pie en la superficie polvorosa. Antes de estirar la pierna para dejar el último peldaño, Armstrong describió lo que veía. La consola médica del centro espacial indicaba que su corazón estaba latiendo a 150 pulsaciones por minuto:
Estoy al pie de la escalerilla. Las patas de aterrizaje sólo se hunden en el suelo uno o dos centímetros, aunque de cerca la superficie parece muy, muy finamente granulada. Casi como polvo. Muy fina. Voy a bajar del Módulo Lunar ahora…Este es un pequeño paso para el hombre… un salto gigantesco para la humanidad.
Armstrong armó de inmediato otra cámara de televisión con un pequeño trípode y lo colocó a unos veinte metros del módulo. Aldrin siguió a su comandante y se convirtió en el segundo hombre en pisar la Luna. Tenían previsto estar siempre enganchados de una cuerda con el módulo, pero cuando vieron que no corrían ningún peligro, se soltaron. Desplegaron una bandera estadounidense con un mástil que clavaron con cierta dificultad en el suelo lunar. Tomaron fotografías y comenzaron a recoger muestras del polvo y de rocas. Instalaron un detector de partículas nucleares y varios otros aparatos para experimentos científicos. También dejaron una caja recordatoria con una placa en su exterior conmemorando el acontecimiento y en su interior un disco con mensajes de gente de todo el mundo y una medalla de Yuri Gagarin. Y hasta tuvieron tiempo para una llamada telefónica con el presidente Richard Nixon que estaba en el Salón Oval de la Casa Blanca.
Después de llevar al módulo veintidós kilos de rocas lunares e instalar un reflector láser para efectuar mediciones de la distancia Tierra-Luna, un sismómetro para registrar terremotos lunares, así como la caída de meteoritos, y una pantalla de aluminio destinada a recoger partículas del viento solar, los astronautas terminaron su misión y volvieron a subir al Eagle. Tenían que descansar antes de emprender el regreso. Durmieron cuatro horas y veinte minutos. Después reiniciaron los motores y tras 21 horas y 36 minutos dejaron la luna para acoplarse a la nave madre, el Columbia, donde los esperaba Collins. Tuvieron un acople perfecto y a las 6:35 del 22 de julio emprendieron el regreso a la Tierra. En el camino debieron cambiar el rumbo a causa de una tormenta y el comando de Houston los envió a un lugar del Pacífico, a unos 1.500 kilómetros de Hawai. Amerizaron ocho días, tres horas, dieciocho minutos y treinta y cinco segundos después del lanzamiento.Los rescató el portaviones USS Hornet donde tuvieron que cumplir una cuarentena. Nadie sabía entonces qué podrían haber contraído en el misterioso planeta.
La obsesión por descubrir lo que podría esconder la Luna continuó para la NASA mientras los soviéticos mascullaban su rabia por haber perdido la última etapa de la carrera espacial. El Apolo XII volvió a alunizar y pudo recoger las muestras que habían tomado los aparatos que dejaron sus antecesores. El Apolo XIII tuvo inconvenientes técnicos, aunque logró regresar a la Tierra y salvar la vida de los astronautas. Ese vuelo se hizo famoso por la frase de su comandante cuando detectaron las fallas: «Houston, we’ve had a problem» (Houston, tenemos un problema), homenajeado años más tarde por Tom Hanks en un film que contaba lo sucedido. Después vinieron otras cuatro misiones del mismo programa que llegaron a la Luna e hicieron diferentes experimentos científicos sin mayores novedades. El Apollo XVII fue el último en posarse en la superficie lunar antes de que el programa se suspendiera por los recortes del presupuesto. Su capitán, Gene Cernan, fue el último hombre que estuvo en la Luna, hace 47 años.
Fuente: Infobae